Es noche caliente en la Ciudad de
Ciego de Ávila, donde reverberan aún las calles por el intenso sol que, dicen por
estos días, quema más por el polvo del Sahara que también invade la isla. El
Teatro Principal se erige en la calle Joaquín Agüero número 13, apenas a cien
metros del centro económico y comercial de la ciudad, donde los vendedores y
revendedores casi no paran a descansar de su trasiego diario.
Esta pequeña joya de la arquitectura
teatral conserva aún el halo señorial que desde su inauguración en 1927, le
caracteriza: sus escaleras de mármol, las taquillas con enrejado art decó, los
trabajos en yeso…Se le considera el más alto exponente de la arquitectura
ecléctica de la ciudad de Ciego de Ávila, una plaza donde muchos años atrás
presentarse era para los artistas una suerte de meca que aseguraba el éxito
rotundo. Tiene en su historia el orgullo que haber acogido en su escenario a
Blanquita Becerra y la Orquesta Sinfónica de Berlín allá por los años de la
República.
Hoy ha sido elegido como espacio de
presentación de obras y taller de la crítica durante la 1ra Temporada de Teatro
Vital Convivencia, un evento coordinado por el Consejo Provincial de Artes Escénicas
de Ciego de Ávila de conjunto con la Casa Editorial Tablas-Alarcos. Los
críticos Roberto Gacio, Leonardo Estrada, Omar Valiño e Indira Rodríguez se
reunieron con los creadores tras cada espectáculo para debatir, y poner en el
ruedo sus ideas para la mejor práctica teatral.
Ochokuán Arawo es el nombre de la
Compañía del ballet folclórico de Ciego de Ávila. Bajo la égida de la maestra
Victoria Negret la compañía abrió la noche de Vital Convivencia con Iku lobbi ocha: el muerto para el santo un
espectáculo donde confluyen las tradiciones nigerianas y haitianas en torno a
la importante figura de los muertos y el tránsito hacia la muerte y la “vida”
de las almas en los camposantos.
Con una estructura que alterna ejecuciones
del coro y del cuerpo de baile se tejen varias danzas de tradiciones arraigadas
fuertemente en la provincia. Según palabras de su directora con El muerto para el santo se planteó
establecer un diálogo entre estas dos tradiciones que encuentran puntos de
contacto en manifestaciones culturales y religiosas de la vida.
De manera casi permanente habrá
durante el espectáculo una proyección de un cementerio contra el telón de fondo
blanco. Ora servirá este como ambientación, ora serán proyectadas ejecuciones
de los bailarines bailando entre tumbas reales. La entrada de varias deidades
serán también precedida por su andares proyectados en ambientes naturales,
creando un interesante aunque perfectible efecto de contaminación entre escena
teatral y la encarnación ritual.
El trabajo del coro, ha sido
embellecido para el espectáculo, marcando para sus excelentes cantantes
movimientos sobre la escena y cambios de vestuario que atentan contra la fuerza
vocal y se diluye por momentos en el movimiento impuesto. Competencia poco
justa al ponerse sobre el mismo espacio escénico que han dominado antes las
energías telúricas de los dioses y semidioses que hacen bailar muertos
vivientes. Por esto resultaría aún más interesante que se mantuviera el coro en
el espacio designado para ello y se les permitiera dominar al público
utilizando solo la voz, dejando solo a los bailarines los desplazamientos sobre
escena.
Por su parte, cuenta Ochokuán Irawo
con jóvenes bailarines cuyas ejecuciones de los espíritus denotan fuerza, y una
preparación física suficiente para destacar en deidades de carácter arrasador
como Oyá, la reina del cementerio, cuyo cuerpo de baile hizo uso no solo de los
movimientos corporales sino de la escalofriante máscara facial de ojos
abiertos, que de conjunto con la seguridad de movimientos logró captar
rotundamente la atención del público.
Algunos desperfectos técnicos de la
puesta en escena en el Teatro Principal, como la falta de luces, atentaron contra
la visualización, como zonas que quedaron en la total oscuridad sin dejar
apreciar importantes movimientos, aunque el saldo final fue una noche donde el
público fue transportado a los círculos mágicos gracias a la expresividad y
vivacidad de sus ejecutantes. La dirección de Victoria Negret hace énfasis en
crear una dramaturgia ascendente, que ha dejado para el final la representación
ritual de las tradiciones haitianas, que entre cantos afrancesados hila una
fiesta hecha en honor a los muertos donde los vivos parecen estar poseídos por
las deidades ejecutando imposibles como pelar un coco con los dientes, bailar
sosteniendo una mesa con la boca sin que los vasos se caigan o apagar una
antorcha en las partes pudendas. Todo es parte del festejo, de la invocación,
de la real presencia de los dioses que han encarnado en este grupo de danzantes
y les guían. ¡Luz a todos!
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