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©Indira R. Ruiz |
Dice bell hooks que estirarse el pelo era para las negras de
su familia más que un acto de embellecimiento un puro espacio de complicidad
femenina. Quizá alisarse el pelo sea para mí uno de los primeros recuerdos de
infancia no ligados a la complicidad, sino a la tortura dominical del
torniquete y los rolos hechos de cajas de talco algunas veces entretenida por
la novedad de ver a mi madre planchando sobre la tabla para ropa mechones de mi
pelo hirsuto entre dos hojas de periódicos viejos. Si hubiera para esto una
alta gradación, obtendría yo la máxima, cuando me llevaron a hacer un desriz de
potasa con un químico sustraído de un avión que me puso a volar dos días.
Ahora las cosas han mejorado. Son pocas las mujeres que
llevan el pelo natural, sometiéndose muchas a diez agónicas horas de aplanamientos,
lavados, planchados expertos con calor profesional exhalado por planchas
futuristas. A ellas dedico mi honoris causa en estiramientos capilares, junto
con mi vana satisfacción de haber escapado a la pesadilla de no haber nacido
con el pelo lacio.
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